EL FIN DEL DERECHO
Gustav Radbruch
PRESENTACIÓN
Esta disertación del afamado jurista Gustav Radbruch
(1878-1950), corresponde a su intervención durante los trabajos del Tercer
Congreso Internacional de Filosofía del Derecho y Sociología Jurídica,
realizado en la ciudad de Roma en 1937.
Varios puntos de interés pueden destacarse de esta
intervención, siendo uno de ellos el tratamiento que le da al tema de la seguridad,
tema este por desgracia de actualidad en Nicaragua. Igualmente el desarrollo
que hace de los conceptos de justicia y bien común son de suyo
sumamente atrayentes.
Si tomamos en cuenta tanto el periodo histórico como el
lugar en el que se realizó ese Congreso, de inmediato comprenderemos la
importancia de esta disertación. En efecto, la barbarie fascista se encontraba
en su más álgido punto. El cinismo y la desfachatez del Duce Benito
Mussolini, así como los actos teatrales de los «jurisconsultos» fascistas,
quienes en sus fanfarronadas no dudaron ni un segundo en ensabanarse a la
usanza de los antiguos jurisconsultos romanos, para intentar con ello la
recreación imperial, presentaban un marco angustioso del cual se preveía un
final nada halagüeño.
Radbruch hace referencia a ese panorama vivencial
exponiéndolo y argumentando al respecto. Critica de manera clara y contundente
la simplista visión de las huestes fascistas que concebían el Derecho como el
conjunto de órdenes dictadas por el gran jefe, aunque para ello se haya visto
obligado a citar al señor Del Vecchio, claro representante de la concepción
fascista del Derecho.
Aquella simplista y bárbara concepción se encontraba, sin
embargo, fuertemente enraizada en el sentimiento de sectores y clases sociales
que, en su frenética y absurda ansiedad, no paraban mientes adorando a su
máximo líder, tras el cual buscaban desesperadamente ocultar sus demonios internos.
Si esa ansiedad de temor, generada por la incertidumbre
del porvenir, conformó el ambiente en el que se encubaría el huevo de la
serpiente, los órdenes jurídicos prevalecientes en Europa fueron, y esto
siempre deberá de tenerse muy en cuenta, incapaces de frenar el desarrollo de
esa locura masiva que finalmente conduciría a la Segunda Guerra Mundial.
La disertación de Radbruch puede servir, en la época
contemporánea, como advertencia para prevenir la posibilidad de futuras locuras
que quizá estén ya gestándose entre nosotros, y a las cuales no hemos prestado
la atención debida.
EL FIN DEL DERECHO
Cuatro viejos adagios hacen
aparecer a nuestros ojos los principios supremos del Derecho y al mismo tiempo
las fuertes antinomias que reinan entre esos principios. He aquí el primero: Salus
populi suprema lex est[1];
pero ya un segundo adagio responde: iustitia fundamentum regnorum[2].
¡No es el bien común el fin supremo del Derecho, sino la justicia! Esta
justicia, sin embargo, es una justicia suprapositiva, y no es la justicia
positiva o más exactamente la legalidad, la que contempla nuestro tercer adagio
así concebido: fiat iustitia perent mundus[3];
la inviolabilidad de la ley debe ser colocada por encima del mismo bien común.
A lo cual, en fin, el cuarto adagio objeta: summum ius, summa iniuria[4];
la estricta observación de la ley implica la injusticia más sublevante.
Así, el bien común, la
justicia, la seguridad se revelan como los fines supremos del Derecho. Estos
fines no se encuentran sin embargo en una perfecta armonía, sino por el
contrario, en un antagonismo muy acentuado.
Se está de acuerdo
generalmente en decir que el Derecho debe servir al bien común. Pero a la
cuestión de saber lo que es preciso entender por bien común, las
diferentes concepciones del mundo, las teorías del Estado y los programas de
los partidos políticos, responden de una manera muy divergente.
Se puede definir el bien
común confiriéndole un sentido específicamente social; es el bien de todos
o, por lo menos, del mayor número de individuos posible, el bien de la mayoría,
de la masa, pero el bien común puede también revestir un sentido
orgánico: es el bien de una totalidad que está representada por un Estado o por
una raza, y que es más que el conjunto de individuos. Se puede, en fin,
atribuir a esta noción el carácter de una institución; el bien común
consiste entonces en la realización de valores impersonales que no responden ni
solamente a los intereses de los individuos, ni a los de una totalidad
cualquiera pero cuya importancia reside en ellos mismos; esta concepción del
bien común encuentra los ejemplos más significativos en el arte y en la ciencia
considerados bajo el ángulo de su valor propio.
Cualquiera que sea la
definición que se adopte, es cierto que la noción del bien común se
encuentra esencialmente opuesta a la idea que Del Vecchio ha formulado así: El
derecho de un sólo hombre es tan sagrado como el de millones de hombres. La
doctrina que permite al individuo defenderse contra la mayoría, aun contra la
totalidad, y no ceder ante un interés, aun justificado en sí, es llamada liberalismo.
Ahora bien, la idea liberal
encuentra su expresión en los dos otros fines que, fuera del bien común,
el Derecho debe servir: la justicia y la seguridad
He ahí los principios que
velan sobre la igualdad y la libertad, intereses del individuo que están
amenazados por la exageración de la idea del bien común.
Es verdad que no existe
ninguna prueba absoluta de que el Derecho esté llamado a proteger, fuera de los
fines sociales, orgánicos o institucionales, los fines del orden liberal que
acabamos de indicar. Pero no exijamos prueba absoluta en el dominio moral. No
es menos cierto que un orden basado únicamente sobre la idea del bien común
y dejando a los individuos en la imposibilidad de defender sus intereses contra
el bien común, no podría aspirar al nombre de Derecho; que las ciencias
jurídicas perderían el sentido que se les ha atribuido hasta el presente; que
se debería, en fin, renunciar a la explicación de numerosos fenómenos prácticos
generalmente reconocidos, tales como la independencia de los tribunales, los
derechos subjetivos públicos, el Estado de Derecho (Rechtstaat).
He ahí el objeto de mi
comunicación. Yo creo que en la hora en que vivimos, la importancia del
problema no exige demostración. En todo el mundo, la tendencia de hoy es la de
orientar el orden de la sociedad únicamente en el sentido de lo que se tiene
por el bien común y de negar los principios autónomos de la justicia y
de la seguridad. De esta manera, se destruye la idea misma del Derecho.
Es la noción de justicia la
que consideramos desde luego. Pero hagamos observar inmediatamente que no
queremos hablar de esa noción muy amplia de la justicia que comprende todo lo
que exigimos al Derecho, y se identifica así con la noción del Derecho ideal,
sino que convocamos una noción particular de la justicia que no es más que un
elemento que exigimos del Derecho.
Esta noción de justicia ha
sido determinada por Aristóteles de manera definitiva: justicia significa
igualdad, no tratamiento igual de todos los hombres y de todos los hechos, sino
aplicación de una medida igual. El tratamiento mismo será diferente en la
medida en que difieren los hombres y los hechos; y habrá pues, no una igualdad
de tratamiento absoluto, sino proporcional he ahí la iustitia distributiva
de Aristóteles.
La iustitia conmutativa
no es más que un caso de aplicación del principio de la iustitia
distributiva: es la iustitia distributiva aplicada a hombres que se
consideran como iguales. En efecto, no es sino procediendo así como se puede
exigir la igualdad entre una prestación dada y su contrapartida, porque se
elevaría a un hombre sobre otro si se le concediera más de lo que él mismo
consiente en otorgar.
Si la iustitia conmutativa
es pues la justicia aplicada a hombres cuyas desemejanzas efectivas son
consideradas como no existentes, es preciso entender por equidad una justicia
que tiene en cuenta en la medida de lo posible, la particularidad más
individual del caso dado. Pero aun bajo esta forma, la más especializada, la
justicia sigue siendo esencialmente la aplicación de una medida general. Presupone,
pues, hombres y hechos por lo menos comparables, y hace así abstracción de su
más profunda individualidad; considera como iguales los hechos que difieren en
realidad. A pesar de su carácter proporcional, la justicia exige que en derecho
los hombres y los hechos agrupados según categorías más o menos vastas, sean
tratados sobre un pie de igualdad, o lo que quiere decir la misma cosa, que las
normas que regulan este tratamiento sean más o menos generales.
¿De dónde viene este alto
valor atribuido al principio de igualdad, al carácter general de la norma del
Derecho? Se ha dicho que este principio es debido a la necesidad de conciliar
los múltiples sentimientos de celo –pero esto no explica la necesidad de
justicia que experimentan las personas a una causa determinada–. Se ha invocado
el sentido estético para la simetría -pero esto no es suficiente para explicar
esta fuerza explosiva y elemental que conocemos en el sentimiento de la
justicia. Se ha sostenido, en fin, que el bien común exige la justicia –iustitia
fundamentum regnorum– porque la injusticia turbaría el orden de la sociedad
y entrañaría el peligro de la revolución. Pero se confunde la causa con el
efecto; una cosa no es injusta porque provoque el desorden en la sociedad
porque es injusta. En verdad, la justicia no puede ser considerada desde el
punto de vista psicológico, sino como un sentimiento primordial que no es
susceptible de ninguna explicación por fenómenos más generales; desde el punto
de vista filosófico, debe ser clasificada entre los otros valores absolutos,
tales como el bien, la verdad y la belleza.
Que no se pueda, sin embargo,
deducir normas de Derecho cabales del solo principio de la justicia, he allí lo
que el ejemplo del Derecho Penal demostrará claramente.
La justicia se limita a
exigir un castigo muy severo para el que es más culpable, y un castigo más
indulgente para el que lo es menos. No dice, sin embargo, que el asesino es más
culpable que el ladrón; presupone la existencia de una medida que permite fijar
el grado de la culpabilidad, medida condicionada por la importancia más o menos
grande del peligro al cual una acción criminal determinada expone al bien
común. La justicia no dice, tampoco, cómo el culpable deberá ser castigado:
¿el asesino será atormentado en la rueda, el ladrón será colgado, o bien, es
preciso condenar al primero a prisión perpetua y al segundo a prisión temporal?
La justicia no puede indicar la condena sobre la base de un sistema de penas
determinado: la naturaleza de las penas depende de la utilidad que representan
para el bien común. La justicia establece pues, únicamente, la relación
entre una pena determinada e incorporada a un sistema de penas dado, y un grado
de culpabilidad determinado que emana de una noción de culpabilidad dada. A su
vez, la noción de culpabilidad y el sistema de penas están sometidos a
consideraciones del bien común. No es de una manera absoluta, sino
relativa, como la justicia establece el carácter punible de una acción. Pero
también el hecho de que esta determinación relativa se cumpla por medio de una
medida general (la noción de culpabilidad) y según una escala general que prevé
los caracteres y las proporciones de las penas (el sistema de penas), es la
obra de la justicia. ¡Así el ejemplo del Derecho penal hace resaltar claramente
la naturaleza de la justicia que es relativa por una parte, y general por la
otra!
La justicia, es pues, por
esencia, la solución de conflictos.
El problema de la justicia,
dice Georges Gurvitch, no se plantea sino cuando se admite la posibilidad de un
conflicto entre valores morales equivalentes. La justicia supone esencialmente
la existencia de conflictos; está llamada a armonizar las antinomias; en un
orden de antemano armónico... la justicia es inaplicable e inútil. En
particular, la justicia no es conveniente en las relaciones entre la comunidad
y el individuo si se declara imposible un conflicto entre el individuo y la
comunidad por la razón de que se reconoce al bien común el predominio
indiscutible sobre cada interés particular. Del Vecchio se ha levantado contra
tales dogmas con una firmeza que no puede menos que alegrar:
Contentarse con negar a priori la oposición...
pretender, por ejemplo, que el Estado es la única realidad y que el individuo
es absorbido por él o se identifica con él, no es un buen método. El Estado y
el individuo son dos elementos que pertenecen a la realidad y que, aunque
puedan y deban ser puestos de acuerdo y armonizados uno con otro, no pueden ser
simplemente negados puesto que su existencia real es indudable. Pretender...
que uno u otro de estos elementos, porque sea irreal o idéntico al otro, no
merece ser tomado en consideración, no nos hace avanzar un solo paso hacia la
solución efectiva del problema.
La idea de la justicia
presupone la posibilidad de una tensión entre la comunidad y el individuo,
justamente porque ella se asigna la tarea de aliviarla. En este sentido constituye
un contrapeso individualista liberal a la exageración de la idea súper-individualista
del bien común.
Este carácter relativo de la
justicia no deja de influir sobre la noción del Derecho que ella rige: todo Derecho
es solución de conflictos. Pero la noción del Derecho participa también de la
naturaleza general de la justicia; el Derecho es la solución de conflictos en
virtud de normas generales. Se podría probar esto por una deducción de la
noción del Derecho; pero por ahora es suficiente la prueba indirecta; la norma
de Derecho no podría distinguirse de otras normas, si no tendiera a la solución
de conflictos y no poseyera un carácter general. Solamente a condición de
considerar la norma de Derecho como solución de conflictos, se la puede
distinguir de una simple instrucción dirigida a un funcionario.
De la misma manera será
preciso reconocerle un carácter general para distinguirla de la sentencia y del
acto administrativo. Una orden destinada a servir únicamente al bien común
deberá ser calificada como administración y no como Derecho. Que sin embargo un
fenómeno al cual la calificación de Derecho no puede ser reconocida, no pierde
por ello su justificación, he ahí lo que demuestran los ejemplos que acabamos
de enunciar. En efecto, una medida tomada en relación a una persona determinada
puede ser plenamente justificada como medida excepcional... ¡Tal medida, sin
embargo, no solamente debe renunciar a la calificación de Derecho, sino
que también está privada de todo lo patético e inefable que vibra en la palabra
Derecho y de toda la fuerza moral que de ella emana! Esto explica por
qué, en todo tiempo, los partidos políticos llegados al poder han hecho de sus
intereses particulares normas de Derecho generales, procedimiento que debe
traducirse necesariamente en la realidad, por efectos tangibles. ¡Que me sea
permitido dar un ejemplo proporcionado por la historia!
La libertad, en su más amplia
expresión, era una necesidad y una reivindicación de la burguesía ascendente.
Esta reivindicación estaba apoyada sobre un derecho natural; era, en otros
términos, una reivindicación en nombre del Derecho. Por ello la burguesía no
podía reivindicar la libertad únicamente para ella, sino que le era preciso
exigirla de una manera general, y, por consecuencia, para todos.
Ahora bien, esta libertad
reclamada y conquistada bajo la forma de un derecho, y por tanto bajo una forma
general, llevaba en sí la libertad de coalición para la clase obrera, medio
para esta última de la lucha contra la clase misma cuya necesidad de libertad
se había realizado en la forma de Derecho. En virtud de la forma del Derecho
que adoptan regularmente las reivindicaciones de orden político, los
gobernantes no pueden imponer cargos a los gobernados sino cuando ellos mismos
las asuman igualmente; por lo mismo no pueden ellos reivindicar ventajas sino
cuando están dispuestos a concederlas a los gobernados. Es cierto que este
carácter general del Derecho puede permanecer siendo una pura ficción; es el
sentido de la ironía de Anatole France: La ley, en su majestuosa unidad,
prohíbe a los ricos como a los pobres mendigar en las calles, dormir bajo los
puentes y robar pan. Pero este carácter general puede ser también de una
gran importancia práctica, como lo muestra nuestro ejemplo de la libertad de
coalición. Así, un Derecho de clase guarda, por su naturaleza de Derecho, es
decir, por su principio de generalidad y de igualdad, un cierto valor aun para
la clase oprimida, para la minoría, y para los individuos débiles y aislados.
Resumamos: la justicia es un fin del Derecho que debe
ser bien diferenciado del bien común, y que se encuentra aún en una
cierta contradicción con él. La justicia presupone la existencia de un
conflicto mientras que la idea del bien común lo niega, o por lo menos,
no le presta atención alguna. Así, la justicia exige que la idea del bien
común soporte el ser puesta en balanza con los intereses justificados del
individuo; contrariamente a la idea del bien común, ella tiene un
carácter individualista-liberal. La justicia está caracterizada por los
principios de la igualdad y de la generalidad, principios extraños a la idea
del bien común.
La idea de la justicia
influye, en fin, sobre la noción del Derecho, que se revela como solución de
conflictos en virtud de normas generales. La noción del Derecho no puede ser
deducida de la sola idea del bien común. Sin duda, la justicia es
también esencial para el bien común: sigue siendo el fundamentum
regnorum. Su valor, sin embargo, no resulta de ninguna manera de su
utilidad para el bien común, sino que es precisamente por su naturaleza
propia por lo que contribuye al bien común, no siendo diferente bajo
este aspecto, de la ciencia y del arte, que no pueden servir al bien común
sino cuando siguen libremente y sin ningún propósito deliberado del bien
común sus propias leyes de verdad y de belleza. ¡Desde el momento en que se
quiere comprender a la justicia en esta noción de bien común más amplia,
es preciso distinguirla en el acto en aquello que concierne a su valor propio,
de una noción del bien común más restringida!
Obtendremos un resultado
semejante en el examen de la seguridad, que abordamos desde luego. Se trata de
definir inmediatamente la noción de seguridad.
Se puede concebir la
seguridad de tres maneras. Se presenta desde luego como seguridad por el
Derecho: es la seguridad contra el homicidio y el robo, es la seguridad
contra los peligros de la calle.
En este sentido, la seguridad
es un elemento del bien común, y no tiene, por tanto, nada que ver con
nuestra materia. Hay sin embargo, entre esta noción de seguridad y aquella que
vamos a contemplar, afinidades muy estrechas.
En efecto, la seguridad
por el Derecho presupone que el Derecho mismo sea una certeza.
Así, nuestra segunda
definición entiende por seguridad la certidumbre del Derecho que exige
la perceptibilidad cierta de la norma de Derecho, la prueba, cierta de los
hechos de que depende su aplicación y la ejecución cierta de lo que ha sido
reconocido como Derecho.
La certeza de que aquí se
trata, es la del contenido del Derecho en vigor; otra cosa es la validez misma
del Derecho. Pero esta certeza sería ilusoria si, en no importa qué momento, el
legislador pudiera abolir el Derecho. Por eso la certeza del Derecho en vigor
tiene necesidad de ser completada por una cierta seguridad contra las
modificaciones, es decir, por la existencia de un aparato legislativo previsto
de ciertas precauciones, destinadas a poner obstáculo a las modificaciones –los
recuerda el sistema de la separación de poderes y de la prescripción de ciertos
procedimientos tendientes a hacer más difíciles las modificaciones a la Constitución.
Es cierto que nuestra tercera
definición de la seguridad no es aplicada generalmente al Derecho objetivo sino
al derecho subjetivo, en donde es calificada de principio de los derechos
adquiridos, pero este principio conservador, aun reaccionario, no tiene
ninguna relación con nuestra materia. No hemos de ocuparnos de este principio
sino en tanto que él se orienta a evitar así la incertidumbre del Derecho en
vigor; es decir, la seguridad con las modificaciones del Derecho arbitrarias y
efectuadas en todo momento, o bien, y como ya hemos dicho, una cierta seguridad
contra las modificaciones. Que sea preciso hacer una distinción entre la
seguridad y el bien común, al cual la seguridad se encuentra frecuente y
nítidamente opuesta, no hay necesidad de explicarlo largamente: a menudo lo que
en interés de la seguridad es summum ius, bajo el ángulo del bien
común, es summa iniuria.
Es precisamente la seguridad
la que a veces, hace que las leyes y el Derecho se trasmitan como un mal
eterno. Existen, por otra parte, relaciones estrechas entre la seguridad y la
justicia, que llegan hasta encontrarse y confundirse. La seguridad exige la
misma generalidad de las normas que caracteriza a la justicia: porque sólo una
norma general es capaz de regular con anterioridad los hechos por venir,
establece un Derecho futuro cierto. Por el contrario, un Derecho incierto es al
mismo tiempo injusto, porque no puede asegurar para el porvenir un trato igual
de hechos iguales. En este sentido, se puede circunscribir la idea de la
seguridad, como la igualdad ante la ley.
Así, lord Bacon podía ya
decir: Legis tantum interest sit certa sit ut absque hoc nec justa ese
possit[5].
Con la justicia, la seguridad comparte también el carácter
individualista-liberal. No existe en interés del derecho del individuo como
seguridad contra los actos arbitrarios, y, en ese sentido, como libertad del
individuo.
Por contra, la seguridad no
es un valor absoluto primordial como la justicia. Por fuerte que sea la tensión
entre la seguridad y el bien común tomado en su sentido restringido, el
valor de la seguridad resulta, sin embargo, de su utilidad para el bien
común tomado en un sentido más amplio.
Esta utilidad para el bien
común ha sido subrayada de la manera más impresionante por Jeremías
Bentham, quien es, con Ludwig Knapp, muy recientemente sacado del olvido por
Luigi Sacco, el más grande panegirista de la seguridad. Bentham reconocía en la
seguridad el signo decisivo de la civilización, la marca distintiva entre la
vida de los hombres y la de los animales. Es ella la que nos permite formar
proyectos para el porvenir, trabajar y hacer economías; es ella sola la que
hace que nuestra vida no se disuelva en una multitud de momentos particulares
sino que esté asegurada de una continuidad. Es la seguridad la que con nuestra
vida presente y nuestra vida futura por un lazo de prudencia y de previsión, y
perpetúa nuestra existencia en las generaciones que nos siguen.
No tengo para qué insistir
sobre el hecho de que en todas partes del mundo, estamos muy lejos ahora de
este entusiasmo patético de Bentham. Fue desde luego, la escuela del Derecho
libre (Freirechtliche Schule) la que mostró que la certeza
preestablecida de la decisión judicial no existía en la medida en que se
suponía generalmente, sino que por el contrario, lo más común no era la ley la
que determinaba la decisión del juez, sino la concepción personal de éste en
atención a un caso dado. De esta manera esta escuela alentó al juez a
entregarse a una jurisprudencia creadora, imposible de prever. Pero el
legislador mismo tendía a ampliar la libertad de decisión dejada al juez y, por
tanto, la posibilidad de decisiones imprevistas. Calificándolo de huída en
las cláusulas generales (Flucht in die Generalklauseln) se ha hecho
entrar recientemente a este fenómeno en la conducta general. Sirviéndose de las
fórmulas más variadas, se abandona así la decisión de ciertas cuestiones de
Derecho a la apreciación personal del juez, y esto en todos los dominios del
Derecho, aun en aquel en el que reinaba hasta el presente la legalidad más
rígida: el Derecho Penal, en donde el bastión más sólido de la seguridad fue
sacrificado; la prohibición de determinar por medio de una analogía el carácter
punible de una acción. También carece de voz para alentar hasta la creación de
Derecho contra legem siempre que a consecuencia de cambios políticos, se
encuentra que una norma de Derecho es contraria al espíritu del nuevo régimen.
En los Estados donde los obstáculos ordinarios de la vía legislativa están
descartados por el hecho de la unidad del poder legislativo y del poder
ejecutivo, surge el peligro de una modificación demasiado rápida del Derecho a
la cual se ha recurrido aun en casos particulares y para el reglamento de
éstos.
¿Cuál es la razón de esta
depreciación de la idea de seguridad? De 1871 a 1914, hemos asistido a una
época de estabilidad social de una duración tal que la historia del mundo jamás
había conocido nada semejante. La época capitalista producía la seguridad que
necesitaba: Max Weber ha demostrado claramente que un Estado y un Derecho
racional eran necesarios al capitalismo y que éste se los creó. Por esta misma
época Jakob Burkhardt podía decir que toda nuestra moral actual estaba
orientada esencialmente hacia la seguridad, y que en otros términos, las más
fuertes resoluciones de defender su hogar, se ahorraban al individuo. La
seguridad exige como condición previa de todo bienestar, la subordinación de lo
arbitrario a un Derecho protegido por la policía, el trato de todas las
cuestiones de propiedad según una medida establecida de manera objetiva, y la
más grande seguridad de los negocios y del comercio.
Pero Burkhardt deja ya
entrever una cierta duda en lo que concierne al valor de esta seguridad
burguesa cuando dice que esta seguridad faltaba en una medida considerable en
muchas épocas que, sin embargo, proyectan un esplendor eterno y conservarán
hasta el fin de los días, un lugar eminente en la historia de la humanidad. Los
atenienses han debido conocer un sentimiento de su existencia que ninguna
seguridad del mundo podrá igualar.
Esta seguridad de la vida
pesaba de una manera aún más angustiosa sobre la juventud de la época de que
hablamos. A título documental, me permito leeros un pasaje que, joven todavía,
escribí en 1910 en la primera edición de mi libro Einführung in die
Rechtswissenschaft[6]:
Podemos considerar nosotros la ciencia y el derecho, la
ley de la naturaleza y la norma, como una actualización grandiosa destinada a
desterrar del mundo el azar y lo imprevisto. ¿Pero si ellos triunfaran
verdaderamente llegando a permitirnos preverlo todo en la vida, esta vida
valdría aún ser vivida? ¿No es precisamente el azar, lo imprevisto y lo
inesperado, la sorpresa y la decepción, la dulce pena del ritardando y
el peligro apasionante del accelerando, lo que forma la música seductora
gracias a la cual amamos la vida? ¿Qué llegaría a ser la vida si no esperáramos
más el milagro? ¡Lo mismo el hombre que no está enteramente absorto por
el curso cotidiano de la vida, preferirá siempre, a la certidumbre de la felicidad,
la felicidad de la incertidumbre! Está bien que el Derecho esté aun muy lejos
de haber dominado lo incierto, un número siempre creciente de seres más finos
que los otros sufren, ya ahora, la triste regularidad de nuestra vida burguesa:
francamente, ¿cuántos hombres podría uno encontrar en cuyas cunas se podría ya
establecer el esquema de su oración fúnebre? Por eso el instinto aventurero de
querer mantenerse solo contra el peligro, el deseo de Fausto de querer hacer de
su ego el ego del mundo, el gozo romántico de la riqueza y de la variedad
salvaje de la existencia, se revuelven contra la regla y el orden del derecho.
Son arrastrados consciente o inconscientemente hacia un anarquismo sentimental.
He ahí los ecos asaz débiles, es verdad, de aquel vivir peligrosamente
preconizado por Nietzsche.
Después de eso, aquellos
deseos se han realizado con abundancia. Desde 1914, durante la guerra mundial,
y en virtud de las repercusiones que ella entrañó, hemos gozado casi sin
interrupción de esa felicidad de vivir peligrosamente. ¿Es nuestra
época, o puede ser nuestra edad solamente, la que nos ayude a comprender mejor
la frase frívola de Montesquieu: Feliz el pueblo cuya historia es aburrida?
No hace falta ser profeta para predecir que el deseo de la seguridad, y en
particular, de aquella que hemos exigido para el Derecho, será de más en más
perceptible y de más en más ardiente.
El valor más grande que se
comienza a atribuir de nuevo a la seguridad, está atestiguado por el hecho de
que aun las concepciones del Derecho inspiradas únicamente en la idea del bien
común, postulan el principio de la seguridad, y aun en los Estados
autoritarios, este principio ha sido invocado como base de la comunidad
popular. La ley, se dice, es la voluntad escrita del Jefe del Estado; las
infracciones a la ley, se presentan como una violación del deber de fidelidad
hacia el Jefe, y deben ser consideradas, por consecuencia, como contrarias al
Derecho y a la comunidad.
Esta manera de fundar la
seguridad sobre la obediencia al Jefe del Estado, está estrechamente ligada a
la orientación del Derecho hacia el solo principio del bien común; sí,
en efecto, una multitud de hombres colaboran al bien común, es la orden
del Jefe la que debe decidir, a fin de evitar que los hombres actúen unos
contra otros.
Pero hacer de la noción de la
seguridad una consecuencia del principio autoritario y del principio del bien
común, no concuerda con ciertos fenómenos del Derecho a los cuales sin
embargo no se quiere renunciar.
Si el Derecho no fuera otra
cosa que la orden del Jefe, no se sabría explicar ni el hecho de que esté el
Jefe, también él, ligado por el Derecho, es decir, el Estado de Derecho,
ni los derechos públicos subjetivos.
En efecto, estos fenómenos no
pueden explicarse en cuanto a la forma, sino por la naturaleza positivista de
la idea de la seguridad; y, en cuanto al fondo, por la naturaleza
individualista de la idea de la justicia.
También la independencia de
los tribunales sería incomprensible si el Derecho no fuera otra cosa que la
orden de un Jefe, intimada en interés del bien común; sí, en otros
términos, el Derecho no estuviera sometido a una idea propia, desnuda de las
consideraciones de puro utilitarismo y de obediencia.
La independencia de los
tribunales no es otra cosa que el principio de la libertad de la ciencia,
aplicada a las ciencias jurídicas prácticas. El pensamiento jurídico no es un
pensamiento puramente utilitario, sometido a las consideraciones del bien
común, porque sin esto, no podría ser distinguido de la ciencia política y
de la ciencia administrativa.
El pensamiento jurídico se
inspira en primer lugar en los principios de legalidad y de justicia, es decir
de la igualdad y de la generalidad, las disposiciones positivas de la ley,
prescritas en interés de la seguridad.
No tengo para qué insistir
sobre el papel importante que está llamado a desempeñar en este cuadro, la
consideración utilitaria; es un gran mérito de las escuelas jurídicas modernas
haberlo puesto a la luz. Muy al contrario, ha llegado la hora de decir con
firmeza que las consideraciones utilitarias deben limitarse estrictamente al
cuadro trazado por los principios de legalidad y de justicia.
Como el Estado de Derecho
y los derechos públicos subjetivos, como la independencia de los tribunales y
la naturaleza propia de la ciencia jurídica, la noción del Derecho entraña
también las ideas de justicia y la seguridad. Si la idea de la justicia
caracteriza al Derecho como solución de conflictos en virtud de normas
generales, la seguridad agrega a esta noción del derecho un nuevo elemento
positivo.
Sí, en su bello libro A la Sombra de Mañana (Im
Schatten von Morgen, 1835, página 32), Huizinga dice que todo aquello que
lleva el nombre de Derecho resulta de la necesidad de seguridad,
nosotros podemos adoptar esta frase bajo la forma siguiente: De la necesidad de
seguridad del Derecho, resulta todo aquello que lleva el nombre de Derecho
positivo.
Así, los principios de
justicia y de seguridad se encuentran anclados al lado de la idea supra-individualista
del bien común, como elementos individualistas de la idea del Derecho.
No se encuentran anclados de una manera más sólida, pero ciertamente tan sólida
como las nociones del Estado de Derecho, de los derechos subjetivos
públicos, de la independencia de los tribunales, de la naturaleza propia de las
ciencias jurídicas y, en fin, de la noción del Derecho a secas, o sea, de una
manera suficientemente sólida.
Que los Estados autoritarios
mismos no quieren abandonar estos valores, ha sido confirmado claramente por
Del Vecchio, a quien citamos una vez más: La sovranitá della lege, e l’aguaglianza
dei cittadinni dinanzi ad essa, rimangono i cardini cello state fascista; il
quale é perció, e vuol essere, Stato di Diritto.[7]
También y sobre todo, la
libertad pertenecería a la naturaleza de este último. Se comprendería (según
Del Vecchio) aún mejor que como se ha comprendido jamás en el pasado, que la
vida de la Nación
y la del individuo se penetran una y otra.
El bien común, la
justicia y la seguridad, ejercen un condominum sobre el Derecho, no en
una perfecta armonía, sino en una antinomia viviente. La preeminencia de uno u
otro de estos valores frente a otros, no puede ser determinada por una norma
superior –tal norma no existe–, sino únicamente por la decisión responsable de
la época.
El Estado de policía atribuía
la preeminencia al bien común, el Derecho natural a la justicia, y el
positivismo a la seguridad. El Estado autoritario inaugura la nueva evolución
haciendo pasar de nuevo el bien común al primer plano; pero la historia
nos enseña que el contragolpe dialéctico no dejará de producirse, y que nuevas
épocas, al lado del bien común reconocerán a la justicia y a la
seguridad un valor más grande que el que les atribuye el tiempo presente. Iustitia
omnium est domina et regina virtutum.[8]
[1] El bien común es la ley suprema.
[2] La justicia es el fundamento del Reino.
[3] Hágase justicia aunque perezca el mundo.
[5] De tanto interés es para la ley el tener certidumbre,
que sin ella no podría tener justicia.
[6] Introducción al
Derecho.
[7] La soberanía de
la ley y la igualdad de los ciudadanos frente a ella, siguen siendo los puntos
cardinales en el Estado fascista, el cual es por ello, y quiere ser, Estado de
Derecho.
[8] La justicia es la señora y soberana de todas las
virtudes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario